lunes, 28 de marzo de 2011

La Samaritana II: ¿Qué es un marido?

La Gracia me llegó con nombre propio. Fue un regalo directo del Cielo. Se llama Julián.

Julián es mi marido. Llevamos 4 años casados, aunque a mí me parece que fue ayer. En realidad nos conocemos desde niños. Creo que cuando él dice que me ha amado toda la vida, dice la verdad; era yo la que casi ni me daba cuenta de su existencia. Porque Julián no es muchas cosas: no es lo que la gente de hoy entiende por un tío bueno, o por un hombre de grandes proyectos, o por un personaje importante; ni siquiera es especialmente extrovertido, ni practica deportes de riesgo, ni bebe alcohol, ni sale de noche. Es el típico bicho raro del siglo XXI. Así es y así lo amo. Porque Julián sí es otras muchas cosas: es un hombre trabajador como el que más, detallista, con un sano sentido del humor; es quien da la visión optimista a mis dramas, quien cuida de mí con mucha paciencia y muchísimo más amor; quien me dice siempre la verdad; quien sabe ver lo hermosa que Dios me ha hecho pese a las cicatrices de mi historia, que ha sido larga, dura y vergonzosa. Y él lo sabe bien. Porque estuvo ahí, siempre, cerca.


Julián se sentó a mi lado y no dijo nada. Estuvo allí, conmigo. Al principio me sentí un poco incómoda. Al ratito, me conmovió su compañía, con ese silencio desbordante de respeto. Y lloré. Lloré rato largo, un pañuelo detrás de otro. Y Julián no dijo nada: sólo estuvo allí, a mi lado. Cuando al fin mis ojos se cruzaron con los suyos buscando su juicio, sólo encontré acogida. Donde yo me despreciaba él me amó. Donde yo no me soportaba él me amó. Donde yo no me perdonaba él me amó. Donde yo me sentía estancada, su amor trazó un punto y aparte… y comenzó una nueva vida. La “nuestra”.

El amor de mi marido es radicalmente distinto a otros “amores” que yo había probado antes. Con Julián jamás me he sentido utilizada, ni humillada, ni engañada, ni chantajeada. Desde luego, lo que estamos viviendo en nuestro matrimonio es algo bien distinto a lo que yo había vivido hasta entonces, aunque llevase el mismo nombre.

Mi marido me ama en exclusividad: ni sueña con la posibilidad de tontear con otra, porque para él sólo existo yo. Su amor por mí es íntegro, puro, inocente, auténtico. Soy el objeto de su contemplación. Su felicidad consiste en fomentar la mía.

Mi marido no se mira a sí mismo: me mira a mí. Sí: se cuida por mí, crece por mí, se esfuerza por mí, mejora por mí, para mí. Toda su atención está puesta en darme alegrías y en ofrecerme lo mejor. Para él no existen los famosos ni los cotilleos ni ningún rollo televisivo: para Julián, lo verdaderamente interesante, soy yo.
Mi marido es mi mejor apoyo. Nunca me abandona, aunque no entienda bien lo que quiero hacer. Él me da siempre la confianza que necesito para caminar; la fuerza para levantarme si tropiezo. Entre nosotros dos la comunión es común-unión de la de verdad. Queremos ser uno en ideales, en sueños, en valores, en principios. Queremos que la fe sea nuestro punto de encuentro en todo. Y aunque seamos muy distintos en muchas cosas, sentir que el corazón va a una en lo importante no tiene precio.

Mi marido sabe como nadie llenar los vacíos de mi corazón. No por compasión. Es que él me complementa. En él recupero lo que la vida me quitó: las alegrías, las esperanzas, la dignidad… Los sinsentidos se curan entre sus brazos, cómo se curan las heridas.

El amor de Julián, mi marido, es sacramento del amor de Dios: es signo visible del amor que Dios me tiene. Julián es el puente que hace que el amor de Dios me llegue. Y por eso, cuando estoy a su lado, pese a crisis de todo tipo y a dificultades y a sufrimientos, muchas veces me saldría gritar: “¡Esto es vida!”.

domingo, 27 de marzo de 2011

La Samaritana I: Lucía de Samaría

Yo a Lucía la llamaba “la negra flor”. Era como la cantaba Radio Futura: la “que creció tan hermosa de su tallo enfermizo”…

Llegó a mi consulta con una depresión severa, la autoestima por los suelos, y un cuadro de estrés crónico; y en pleno ataque de ansiedad, entre los nervios y los lloros, le entendí que decía que era “lo último que me faltaba: ¡un loquero! ¡como yo si estuviese loca!”.

Lucía tenía razón: no estaba loca. Pero sí estaba enferma. Ella llegaba, se sentaba, y lloraba sin parar. Y así una sesión tras otra. Cuando yo le preguntaba algo, me miraba asustada, y seguía llorando tapándose la cara con el pañuelo. Mordiéndolo, de rabia y de vergüenza.

El día que abrió la boca al fin, no me habló de ella exactamente…

“Carlos dijo que me quería, ¿sabe usted?; y ya ve… ¿dónde está Carlos ahora?. ¿Y Rober? ¿ejerciendo de marido ejemplar y padre decente, el muy hipócrita?¿Usted sabe cuánto quise yo a Rober? Y cuando pensé que ya no se podía aguantar más, conocí a Pablo. ¡Pablito, el que clavó el clavito!: otro que juró morir de amor por mí… y por Amparo, y por Ana, y por a saber cuántas. Que no, que ya no, que paso. Y pasó Luis, que se me metió en el bolsillo llamando cerdos a Carlos y a Rober y a Pablo… mientras jugaba conmigo como con su muñeca hinchable, ¡desgraciado! ¿Sabe usted la de cosas humillantes que me forzó a hacer? ¡Y lo que me costó que se fuera, que hasta tuve que denunciar el acoso!. Claro: cuando vino Pepe diciendo no sé qué cosas de que yo era especial, que no había visto a ninguna más bonita, que no le importaba nada el pasado, ¡que me quería!... es que no hubo manera de que le creyera. Me entiende, ¿verdad?. No pude darle ni el beneficio de la duda. Y quizás fuese el único que no mentía, ¡a saber!. Porque mi Toni… mi Toni me engaña. O mejor: la engaña conmigo. Va de una cama a otra, sin dejar que ninguna se enfríe. Huele a todo menos a mí. Y yo ya no sé si me duele. Creo que apenas siento nada”.

Le pregunté qué edad tenía, y me digo que 39. Trabajaba en un buen sitio que nunca nombró: ella decía que era “una profesional”, que eso era lo que había dejado que hicieran de ella. Que cuando a una le roban la dignidad y la alegría, ya sólo le queda desear escuchar algún tipo de “te quiero” a cambio de cualquier cerdada, que es lo que hacían las profesionales, y ella, por supuesto.

Lo peor es que lo tenía asumido.
Lucía pensaba de verdad que no valía para ninguna otra cosa.
Lucía creía que nada podía cambiar, al menos no en ella.
Lucía invertía un rato de sexo vacío y sin condiciones, a cambio de una ficción de no sentir soledad.
Lucía definía el amor como “un contrato social, más o menos duradero, que hace que -al menos por hoy- no nos suicidemos”.
Lucía, Lucía de Samaría, la negra flor que creció tan hermosa de su tallo enfermizo…

Si me preguntáis si se curó, os diré que sí. Con las marcas de donde estuvieron esas heridas o espinas que le salen a una con la vida, pero sí.
Aunque tengo que confesar que no la curé yo, pese a mis ya quince años de experiencia profesional. La curó la Gracia…

viernes, 25 de marzo de 2011

Ya a la venta









































Es un regalito bonito para los niños que van a hacer su Primera Comunión.
Espero que os guste. Desde luego, Ángel y yo lo hemos hecho con cariño, y mucho.
El original, antes de que -ores (maquetadores, editores, impresores, etc) pusieran en él sus manos
era todavía más lindo. Esperamos poder recuperarlo como se parió para la segunda edición.
Felicitar públicamente a Ángel por sus ilustraciones: son una pasada.
Podéis comprarlo en vuestra librería religiosa habitual, o haciendo clic en la imágen.

domingo, 20 de marzo de 2011

Por sus frutos los conoceréis.

Adivina adivinanza: blanco y en botella, ¿qué es?.
Más difícil todavía: papeleras y contenedores quemados; y basura por todas partes, evidentemente; alcohol y música a decibelios insufribles hasta las 4 de la madrugada como pronto; la ciudad amanecida como se ve en la foto que adjunto; heridos de fuego y de peleas varios, muchos, demasiados, aunque no salgan en la tele; los animales por puro instinto de conservación no quieren salir a una calle que suena a tiros y bombas; todo vale, todo está permitido... menos respetar a nadie. ¿Qué es?.
Blanco y en botella: llámenlo Fallas, que yo lo llamo bandalismo. En cualquier caso es la leche.
Hay quien lo celebra. Hay quien incluso lo considera un acto cultural.
Y gracias a Dios, todavía hay gente sensata que se escandaliza...

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jueves, 17 de marzo de 2011

Rober quiere re-vivir

Rober se levantó de la cama. Y se dio cuenta que estaba muerto. Se imaginó su esquela en el periódico:
“Rico empresario de 51 años, director de Cosas Varias, fundador de la ONG del siglo, fallece de parada cardiaca. El corazón, de usarlo tan poco, se olvidó de latir. Su esposa y sus hijos apenas notan la pérdida”.

Rober se levantó de la cama, después de una noche sin sueños, para dejarse llevar por un día sin ilusiones, como hacía siempre. Con un único cambio. Ahora sabía que estaba muerto. Y ser consciente de algo así provoca cierto malestar en el estómago, difícil de describir.

Hasta ese momento se había estado conformando con aparentar estar vivo ante el mundo. Y socialmente había colado. No era una actuación complicada; bastaba con desenvolverse con soltura entre otros personajes: su esposa, dos hijos en edad escolar, los compañeros de trabajo, los que hacían de amigos… Y empieza la función: un ascenso, un viaje, los impuestos pagados, seguro médico privado, tarjetas de crédito, la suscripción anual al National Geographic… Hay que cuidar mucho los detalles; no sea que alguien se dé cuenta de la ficción, y descubra antes de tiempo que el protagonista estaba muerto.

Rober salió de la cama a escena. Pero aquella mañana el cuerpo le pedía mucho, muchísimo más. Se miró en el espejo del cuarto de baño. Y se vio blanco, casi transparente. Y así, como quien decide cortarse el pelo, aquella mañana decidió vivir.

Decidió que ya no quería tener hijos: quería disfrutarlos, estar con ellos, enseñarles cosas, morirse a carcajadas con sus ocurrencias, alucinar con el brillo de sus ojos cuando se ilusionaban con algo, sorprenderles, abrazarles, quererles.

Ya no quería tener esposa: quería casarse con ella cada noche. Quería llevarle flores, y bombones, y todos esos tópicos típicos que sabía que le seguían gustando como el primer día. Quería dejar de dar las cosas por supuestas: y mirar lo guapa que era, y decírselo; y mirar lo buena que era, y decírselo.

No, ya no quería tener amigos: quería compartir cosas con ellos. Pasar de la política y la economía, y quitarse la corbata, y jugar de nuevo al fútbol, en el césped, pingándose de tierra, hierba y risas. O ir juntos al cine; o pedir una pizza y recordar viejas historias de la universidad… ¡o lo que fuera!.

Rober quería vivir. Quería re-vivir, volver a las cosas de otra manera, con sangre en las venas, con calor, con color…Y decidir en qué quería emplear su tiempo libre. Que quizás lo mejor no fuese dormir y ver la tele, por más que lo consumiera con ansia la audiencia. Que a lo mejor, por una de esas ironías de la vida, va y resultaba que descansaba más haciendo cosas.

Y decidió que quería aprenderse el nombre de la farmacéutica de abajo, la que le llevaba atendiéndole los once años que vivía en el barrio que se escondía tras el escenario en el que había estado actuando. Y que quería probar a saludar amablemente a ese compañero de trabajo con el que coleccionaba incómodos silencios desde hacía siglos, aunque ya ni recordaba por qué: ¡a ver qué pasaba!.

Rober se levantó aquella mañana, limpió los cristales de la habitación, dejó entrar la luz del nuevo día, respiró, y murió.
La esquela fue más o menos así: “Rico empresario de 51 años, director de Cosas Varias, fundador de la ONG del siglo, decide quitarse la muerte en un suicidio de inautenticidad. El corazón, cansado de estar de adorno, se puso a latir. Su esposa e hijos celebran su resurrección”.

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