
Jesús, como todo buen pastor, tuvo un perrito. ¿Quién puede negarlo?. Se llamaba Choco, porque era del color del chocolate. No tenía pedigrí ni raza, esas cosas no existían todavía. Llegó desde alguna parte del desierto de Judea, sucio, esquelético, agotado. Y se encontró con el Señor a las puertas de Betania. Jesús iba mucho por allí, y se hospedaba en casa de tres hermanos que se llamaban Lázaro, Marta y María. Dicen que María había vivido un poco perdida durante un tiempo, y que Jesús la sacó de todo aquello; y desde entonces la amistad con su familia no hizo más que crecer.
Todo empezó cuando Choco, que estaba descansado bajo una palmera, con la lengua colgando hasta el suelo, de repente escuchó mucho ruido, y se despejó. No sabía qué pasaba. La gente empezó a juntarse, y a hablar cada vez más alto, y se ponían todos muy nerviosos. Choco no tenía un pelo de tonto, y entendió que estaba ocurriendo algo muy importante. Así que se fue haciendo hueco entre las piernas de la multitud para ver qué pasaba, hasta que dio con aquella túnica, con aquellos pies… No, no dijo ni guau. Estaba tan contento que no le salía. Su rabito peludo se movía de un lado a otro sin que él pudiera evitarlo. Su olfato no le engañaba. Choco había elegido amo. Le dio mucha paz pensar que ya nunca más se perdería, porque siempre andaría al lado de aquellos pies; y que por fin había encontrado un trabajo digno de un perro: querer a su dueño, acompañarle siempre, siempre...
A Jesús le encantaba Choco. Solía agacharse, y le zarandeaba las dos orejitas diciéndole: “Buen chico, buen chico”. Y a Choco le caía la baba. Y se tumbaba panza arriba buscando cosquillas, y Jesús se moría de risa con él. Siempre iban juntos a todas partes. A Choco le encantaba escuchar a su amo, porque cuando él hablaba se tranquilizaba mucho. También le gustaba jugar con los amigos de Jesús, sobre todo con los niños. Y hay quien dice que San Juan lo quería como nadie, y siempre que podía le guardaba algún mendrugo de pan a escondidas… Choco hacía carantoñas, daba lametazos y saltaba con todos. Pero al llegar la noche se volvía a los pies de su amo, donde debe descansar siempre un perrito fiel.
Ya os he dicho que Choco estaba con Jesús siempre. Sí: después de las cosas cotidianas -de la predicación, de los milagros, de las conversiones, de la fama, de las persecuciones, de todas esas cosas de cada día- Jesús se apartaba de todos y oraba… y con Dios Padre y Dios Hijo sólo estaba Choco. No entendía mucho, pero su instinto le decía que aquel sí era un momento importante. No hacía falta que Jesús le invitara a acompañarle, y nunca lo echó fuera, porque es natural que un perro bueno esté donde está su amo.
Un día fueron a Betania, como otras veces; pero Choco notó algo raro. Jesús iba serio todo el camino. Los Doce tenían cara de preocupados. Y antes de entrar en la ciudad, Marta se acercó corriendo al Señor, llorando a moco tendido. Parecía que algo malo había ocurrido. Entraron en la aldea aprisa, y mucha gente rodeó a Jesús: como siempre, pero disgustados, tristes. Salió también María a recibir al Maestro. Y todos se pusieron a llorar. Choco estaba muy afectado de ver llorar a Jesús, y no se atrevía casi ni a moverse; las orejas gachas, el rabo entre las piernas, la mirada clavada en el Señor.
Cuando Jesús le llamaba: “¡Choco, ven!”, él venía enseguida. Por eso no le sorprendió que cuando le dijo a la muerte “¡Vete!”, la muerte saliera corriendo. Y el sepulcro de Lázaro se abrió...
Las cosas se estaban complicando. La preocupación era frecuente en los amigos de Jesús. Y cada vez había más gente enfadada, hablando entre escuchitas y mirando de reojo. Choco se daba mucha cuenta: olía a miedo, a nervios, a angustia, a envidia.
De aquella Cena nadie dejó caer ni una miga, nadie le guardó ningún mendrugo. Judas debía tener mucha prisa, porque se fue enseguida. San Juan temblaba abrazado al pecho del Señor. Y todos sintieron aquella noche más oscura que ninguna. Después de cenar Jesús salió a orar, como siempre; y Choco le acompañó, como siempre. Pero todo era diferente: el Padre callaba; los discípulos dormían. Choco, que no entendía nada, miró a su Señor llorando, y le lamió la cara, las manos, los pies… Sal, sudor, sangre, el Cuerpo de Cristo; y la lengua de un perro como una caricia…
Hasta la cruz nadie podía acercarse. Sólo los soldados. Y ninguna otra persona. El resto, tras la guardia.
Pero Choco no era una persona.
Choco no tenía que pedir permisos.
Choco no entendía de leyes ni de protocolos.
Y allí estaba, como siempre, a los pies del amo. Acurrucado junto a la cruz,
empapado por la sangre de la cruz,
espantado del suplicio de la cruz,
gimiendo en nombre de todos junto a la cruz.
El tiempo se cumplió. Y a la hora de nona murió el Señor, dando un fuerte grito. Y como un eco se escuchó el aullido de un perro…
Desde el viernes por la noche y durante tres días, Choco vivió a la puerta del sepulcro, ¿donde si no?. Es natural que un perro fiel esté siempre cerca de su amo. Se sentía cansado, pero no se durmió ni un segundo: ¡no podía dormir sin Jesús! Así que ahí se quedó, inflexible, haciendo guardia a la puerta del sepulcro
Noche, noche tan dichosa, único testigo de la Resurrección del Señor, puerta de la mañana del nuevo Día, que celebra la Vida, que proclama a la Muerte vencida. Sólo la noche conoció aquel preciso momento… ¡y Choco, por supuesto, faltaría más!.
Y Jesús Resucitado, muy contento, le acarició la cabecita diciendo: “buen chico, buen chico”...