domingo, 26 de octubre de 2008

Dos vueltas a la misma rotonda

Hadasita, Carry y yo estamos haciendo las maletas de nuevo. Nos volvemos a la ciudad. No hemos querido decirlo en voz alta antes, porque no teníamos muy claro qué exactamente era lo mejor para nosotras. De hecho, hasta mañana no decidiremos definitivamente la casa en la que vamos a vivir los próximos años (aunque ya tenemos una idea bastante definida). El campo está de lujo, pero tiene sus inconvenientes: hay más árboles, pero menos gente. Mi peque está radiante -echa mucho de menos a sus amiguitos- y Carry no entiende nada. Supongo que es la que más lo va a sentir.

Cuando, hace 4 meses, desmontamos la casa en tropocientas cajas para venirnos aquí, lo hicimos llorando a moco tendido. Ahora estamos pletóricas: cantamos, bailamos, reimos, y cada "última vez" es celebrada con alivio (la última vez que cogemos este metro; la última vez que tendemos aquí las sábanas, para recogerlas empapadas por la lluvia 8 horas después; la última semana de pegarnos el madrugón padre para llevar al cole echando el hígado; la última vez que tenemos que salir de casa después de comer para estar en Misa a mitad tarde...).

Este veraneo largo en el pueblo, estas dos vueltas a la misma rotonda que hemos dado más o menos tontamente, nos han servido para al menos dos cosas: para descubrir entre la gente que nos rodeaba a los verdaderos amigos, esos que saben permanecer en las duras y en las maduras, en la cercanía y en la distancia. Y para darnos cuenta de lo afortunadas que éramos con algunas cosas que no agradecíamos porque dábamos por supuestas (hay que irse a Nicaragua para valorar una ducha, y venirse al campo para apreciar la vivencia comunitaria diaria de la fe que teníamos en mi parroquia, por ejemplo). Sólo por esto ya merece la pena. No puedo decir que haya sido tiempo perdido, porque es mucho lo aprendido y, por tanto, lo madurado. A la primera vuelta no ví la salida, pero a la segunda he encontrado el cartel bien clarito...

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