No hay nada como el hogar.
Hoy no hemos ido al cole. Los viernes libramos. Es genial.
Tampoco hacemos nada especial: ponemos lavadoras, limpiamos la casa, leemos cuentos, vemos alguna peli, dormimos la siesta, pinto palotes con Hadasita y juego a la pelota con Carry. Pasamos el día descalzas y en pijama: ¡ni siquiera nos duchamos los viernes!. Son... algo muy parecido a un domingo. Estamos tranquilas y contentas, porque estamos en casa.
No hay nada como el hogar.
Para la noche, Carry tiene su caseta, Hadasita su cunita, y yo mi cuarto. Por mi ventana se cuela una rama de parra verde. Y en la pared he pintado una ovejita cubierta por un cielo de estrellas.
Hace mucho tiempo os recomendé la lectura de un libro, "El Padre del hijo pródigo", de Cabodevilla. Recuerdo que cuando lo leí, imaginé la escena mil veces. Imaginé a aquel joven que regresaba de una batalla perdida, herido y agotado. Y se encontraba con un banquete y una fiesta por todo lo alto. Imaginé al chaval, delante de su plato de ternero cebado, sin apenas probar bocado, con el estómago hecho un nudo, conteniendo cuanto apenas las lágrimas. Imaginé que las dejaría salir a borbotones al llegar a su cuarto. ¡Su cuarto! Una mirada detenida alrededor: todo seguía en su sitio, donde lo dejó. Como si jamás hubiese marchado de casa. Como si el Padre hubiese estado convencido desde el primer día de su regreso inminente. Sus sábanas favoritas, su ropa limpia en el armario, el libro que dejó a medio leer, la lámpara llenita de aceite... Seguro que fue en ese momento, justo en ese preciso momento -y no antes- cuando el hijo se sintió de nuevo en casa. Y cuando estuviese durmiendo a pierna suelta, ¿qué otra cosa podría haber pasado?: entra el Padre de puntillas, lo arropa, le besa la frente, y deja la puerta un pelín abierta... por si el niño se despierta, que la luz del pasillo que entre por esa rendija le haga recordar que ya no está solo. ¿No hacían lo mismo nuestras madres cuando éramos pequeños?
No hay nada como el hogar.
Casita buena.
El escritor sagrado (Ap.21,3) define el Cielo como la residencia común de Dios con los hombres. Lo que nos espera al final del camino es... una casa paterna. La ovejita que pinté en la pared me recuerda esta historia a diario. Lo bonito es que conozco el final, y es un final feliz: leer cuentos, dormir siesta, pintar palotes, jugar a la pelota, ver la luz del pasillo encendida desde la cama... ¡Ser familia de Dios! (Ef, 2,19). Quizá por eso los viernes me gusten tanto. Quizá por eso me recuerden tanto a un domingo...
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