Virtud importante, de las gordas, teologal.
Sin esperanza, ¿qué nos queda?.
Cada mañana suena mi despertador. Lo hace siempre a la misma hora, aunque a mí me parece que cada día me roba algunos segundos de sueño más. Y empieza la marcha: aseo personal, de la casa, desayunos de la peque y la peludita, revisar la cartera, agarrar el bus, y a clase, clase, clase, recreo, clase, clase, clase, comida, clase, clase y vuelta a casa. Hadasita hace sus deberes. Tesa también. Y yo. Paseo con pipi, Misa, médicos, compras... Y de nuevo a casa: cenas, pijamita, lectura, repasar lo que nos toca mañana, Jesusito de mi vida y hasta otro día.
Sin esperanza, ¿qué nos queda?
No hay cuerpo que aguante tanta monotonía.
Y menos a estas alturas del curso.
No hay quien no se sienta ahogar por la rutina...
a no ser que tenga los ojos puestos en el cielo.
Ahí los tenemos Hadasita y yo (Tesa nos esperará en tierra, comiéndose un hueso).
Suena el despertador, como cada mañana, tal vez un segundo antes. Y nos levantamos contentas. Subimos la persiana, abrimos el balcón, y miramos arriba, buscando algún pequeño rastro blanco sobre el azul infinito. La huella de algún avión que se nos ha adelantado.
Cada día es nuevo.
Ayer faltaban 63, y hoy sólo 62. No es lo mismo. Hoy huele más a Nicaragua que ayer.
A veces pienso que la muerte no será más que... otra forma -la definitiva- de cruzar el Charco.