Me duele el alma. No sé qué puedo tener. Es como si estuviese hueco, como si me hubiese convertido de cartón-piedra, como cuando se te duerme un pié pero por dentro. No sé explicarme. Es un dolor que casi ni duele de tan poco yo que soy ya. Me empezó doliendo la crisis, y por aquel entonces tuve síntomas de enfado, y se empezaron a manchar mis palabras. Con la crisis, al poco tiempo, me vino un dolor de familia. Creo que comenzó con el verano, cuando no pudimos irnos de vacaciones. Entonces las palabras disminuyeron bastante, y tenía mucha somnolencia que calmaba en el sofá, viendo la tele. Oía gritos fuera, pero los reproches me resbalaban sin calarme, como si llevase un impermeable. Cuando salía con gente, la gente me dolía: me dolían sus historias, sus sufrimientos, sus despidos, sus preocupaciones. Me dolían tanto que se me hicieron insoportables y dejé de salir. Sólo voy al trabajo: un trabajo que me duele profundamente, que hago con la mayor de las desganas y con una pesadísima carga de desilusión. Aunque del trabajo nunca me he quejado en voz alta, porque siento que me dolería todavía más. Tampoco recuerdo ya la última vez que me reí sin ironía. Me río cuando oigo palabras como esperanza, amor, fe, Dios… Me da la risa nerviosa esa, la risa tonta que digo yo. No es que ya no crea: es que me duele tanto el alma que no siento ni que tengo alma. Ni siquiera sé si este dolor es síntoma de algo concreto, ni si tiene cura o no. Sólo sé que sigo vivo porque me encuentro realmente mal. Y vengo a que me mires, porque ya no sé qué hacer conmigo, que no me aguanto ni yo…
Jesús carga con mi cruz. Mi cruz de hoy. Mi cruz cotidiana. La cruz que me duele, y que está hecha de mis pecados y de los pecados de muchos otros. Una cruz que me pesa, que no me deja avanzar, que no sé cómo llevar, que me llena de dolor. Jesús carga con mi cruz. Él se va a hacer cargo. Él me va a sanar.