Yo a Lucía la llamaba “la negra flor”. Era como la cantaba Radio Futura: la “que creció tan hermosa de su tallo enfermizo”…
Llegó a mi consulta con una depresión severa, la autoestima por los suelos, y un cuadro de estrés crónico; y en pleno ataque de ansiedad, entre los nervios y los lloros, le entendí que decía que era “lo último que me faltaba: ¡un loquero! ¡como yo si estuviese loca!”.
Lucía tenía razón: no estaba loca. Pero sí estaba enferma. Ella llegaba, se sentaba, y lloraba sin parar. Y así una sesión tras otra. Cuando yo le preguntaba algo, me miraba asustada, y seguía llorando tapándose la cara con el pañuelo. Mordiéndolo, de rabia y de vergüenza.
El día que abrió la boca al fin, no me habló de ella exactamente…
“Carlos dijo que me quería, ¿sabe usted?; y ya ve… ¿dónde está Carlos ahora?. ¿Y Rober? ¿ejerciendo de marido ejemplar y padre decente, el muy hipócrita?¿Usted sabe cuánto quise yo a Rober? Y cuando pensé que ya no se podía aguantar más, conocí a Pablo. ¡Pablito, el que clavó el clavito!: otro que juró morir de amor por mí… y por Amparo, y por Ana, y por a saber cuántas. Que no, que ya no, que paso. Y pasó Luis, que se me metió en el bolsillo llamando cerdos a Carlos y a Rober y a Pablo… mientras jugaba conmigo como con su muñeca hinchable, ¡desgraciado! ¿Sabe usted la de cosas humillantes que me forzó a hacer? ¡Y lo que me costó que se fuera, que hasta tuve que denunciar el acoso!. Claro: cuando vino Pepe diciendo no sé qué cosas de que yo era especial, que no había visto a ninguna más bonita, que no le importaba nada el pasado, ¡que me quería!... es que no hubo manera de que le creyera. Me entiende, ¿verdad?. No pude darle ni el beneficio de la duda. Y quizás fuese el único que no mentía, ¡a saber!. Porque mi Toni… mi Toni me engaña. O mejor: la engaña conmigo. Va de una cama a otra, sin dejar que ninguna se enfríe. Huele a todo menos a mí. Y yo ya no sé si me duele. Creo que apenas siento nada”.
Le pregunté qué edad tenía, y me digo que 39. Trabajaba en un buen sitio que nunca nombró: ella decía que era “una profesional”, que eso era lo que había dejado que hicieran de ella. Que cuando a una le roban la dignidad y la alegría, ya sólo le queda desear escuchar algún tipo de “te quiero” a cambio de cualquier cerdada, que es lo que hacían las profesionales, y ella, por supuesto.
Lo peor es que lo tenía asumido.
Lucía pensaba de verdad que no valía para ninguna otra cosa.
Lucía creía que nada podía cambiar, al menos no en ella.
Lucía invertía un rato de sexo vacío y sin condiciones, a cambio de una ficción de no sentir soledad.
Lucía definía el amor como “un contrato social, más o menos duradero, que hace que -al menos por hoy- no nos suicidemos”.
Lucía, Lucía de Samaría, la negra flor que creció tan hermosa de su tallo enfermizo…
Si me preguntáis si se curó, os diré que sí. Con las marcas de donde estuvieron esas heridas o espinas que le salen a una con la vida, pero sí.
Aunque tengo que confesar que no la curé yo, pese a mis ya quince años de experiencia profesional. La curó la Gracia…
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