Con los años llegó el tabaco. Todavía recuerdo mi primer pitillo. Y el miedo a ser descubierta. Y la excitación de lo prohibido, de lo "adulto".
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Y las discotecas. No es que resulte especialmente placentero dejarse un montón de euros en dedicar algunas horas a atentar contra los propios tímpanos. Es... la necesidad de sentirse alguien, de encajar en un grupo, de integrarse en la moda, de aparentar que se ha conseguido de alguna manera ser feliz (aunque sea a base de alcohol y risa estúpida).
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Cómo no: llegaron los chicos. Tenían que llegar. Y lo hicieron cargados de mil manzanas, cada cual más apetecible, cada cual más tentadora. Después de haber dicho sí al inocensivo chocolate, ¿cómo despreciar la manzana? Ésta no hacía a una sentirse más inteligente, como aquella del Edén, pero sí un poco menos sola. Al menos con el primer mordisco. Quizás también con el segundo. Hasta ahí.
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Disfrazadas mejor o peor, de nobles deseos o bajos instintos, las tentaciones siempre han acompañado la historia de los hombres. De todos los hombres. También la de Jesús. A veces son descaradas, como quien defrauda a Hacienda o copia en un examen; otras aparecen sutiles, escondiendo una proposición indecente entre líneas de un simple SMS. Pero siempre son rojas. Como las manzanas. Como la vergüenza que da confesar que se quiso aparentar lo que no se era, gustar lo que en realidad no se deseaba, amar lo que no era amable, abusar hasta hacerse daño, dar valor a lo que nada valía.
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La tentación está ahí. El árbol dejó caer su fruto a tus pies. Comer o no comer: esa es la cuestión. Y tener la libertad de poder elegir, nuestra grandeza.