Así se llamaba. No podía ser de otra manera.
Su padre, enternecido, se acercó a la cunita y la vio, ¡tan bonita!, rosita... Rosita...
Él le dio su primer beso. Mientras dormía segura entre sus brazos. Fue un beso devoto, cargado de asombro, de entusiasmo, de promesas...
Rosita lucía abriguito y primeros pasos en el parque.
No había invierno capaz de apagar su luz.
Donde Rosita jugaba siempre era primavera.
Jugaba solita con su osito.
Y jugaba con otros niños.
Jugaba en la guardería.
Y siguió jugando en la escuela.
Rosita, la de las trenzas caoba, sonrisa contagiosa, ojos sinceros. La más bonita, Rosita...
Se lo robó sin que ella se diera cuenta. Como un trofeo. Fue fugaz, pero le dejó un claro sabor a vergüenza.
Se llamaba Pedrito y tenía doce años.
Él quiso ser el primero que besara una flor... pero llegó el segundo.
El tercero lo buscó ella.
Le ardía el corazón a su lado.
Sintió despertar su piel como pétalos bajo el viento.
Y el mundo entero se tiñó de rosa.
Juanito besó a Rosita hasta que llegó Margarita.
Creo que fue entonces cuando apreció la primera espina...
Rosita jugaba.
Jugaba sola en su cuarto.
Jugaba con niños y no tan niños.
Jugaba a imaginar que era querida.
Jugaba a papás y mamás, a médicos y enfermeras, y a otras cosas prohibidas.
Dejaba esnifar su aroma, probar su tacto, admirar su belleza, morder su boca de fresa,
a cambio de morralla.
Y el Templo se hizo mercado...
Rosita, la de melena caoba, sonrisa forzada, mirada esquiva.
Flor, de tan tocada marchita. Llena de espinas.
Cueva de bandidos. Altar profanado.
¿La más bonita?
¡¡¡La más bonita!!!
¡La anhelada!. ¡La trasplantada!.
¡La restaurada!. ¡La siempre amada!.
Al beso del Padre eterno renació,
¡la más bonita!: Rosita...
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