Este verano compré un libro: “El Padre del hijo pródigo”, de Cabodevilla. No tardé ni un día en empezarlo. Pensé que me haría mucho bien, porque llevo un tiempo especialmente sensible con este tema, que me parece el ABC de la vida cristiana: “Dios es mi Padre”. Desde que empecé a tomarme en serio lo de salir de la dichosa crisis de los 30, cuando me preguntan qué tal estoy –por dentro, se entiende- respondo que recomenzando desde el principio, desde la base: la M con la A= MA. Vale. Pues para mí, la MA es “Dios es mi Padre”; porque si esta premisa es cierta, todo lo demás está controlado.
En el fondo, estoy convencida que en estas cuatro palabras se esconde la fuerza suficiente que la persona necesita para su re-conversión. Lo repito muchas veces, lo escribo, incluso lo dibujo… porque pienso que es el único medio que tengo para que me calen dentro. Es como cuando criticas a alguien, y le vuelves a criticar, y dale que te pego: eso despierta una tirria visceral real a esa persona en el corazón. De igual manera, pienso que es posible que repetir una y mil veces “Dios es mi Padre” me ayude a conocerle y a amarle -¡a sentirme amada!- como hija.
La escena es el siguiente. Por la mañana compro un libro, y por la noche lo abro y empiezo a leer. Y al primer párrafo ya estaba llorando. Decía: “imagina a Adán, mirando las estrellas, insomne, la primera noche que pasaba fuera del paraíso…”. De repente me sentí Adán, y me sentí el hijo pródigo. El libro habla también de cómo debió ser la primera oración de este Adán, no tanto con palabras sino con una especie de grito: “¡tengo hambre!”… el mismo que movió al hijo pródigo a ponerse en camino hacia la casa del Padre. ¡Y yo también tengo hambre!… Y –al igual que ellos- no sé si tengo hambre de Dios, o de lo que espero encontrar en Dios porque no consigo que nadie más me lo de: no consigo que nadie me de paz; no hay nadie que pueda alegrarme la vida (que me ayude a pasar un buen rato sí, pero que me alegre la vida…); no hay nadie que pueda abrir una ventana y gritarme: “¡hay futuro!”, y convencerme de ello (tengo la mala costumbre de pensar que mañana será… más de lo mismo); no hay nadie que pueda evitar que yo me sienta sola: ni aunque estuviera rodeada de toda la gente que dice quererme gritándome a coro: “te queremos, te queremos”… no, no me siento querida. Al menos no como deseo sentirme querida. Y sobre todo, no hay nadie en el mundo que pueda curar el asco que siento cuando miro hacia esa gran parte de lo que ha sido mi vida hasta aquí: mis pecados, mi estancamiento, mis sentimientos traicioneros, mis caídas estúpidas, mis rendiciones, mi vulnerabilidad, mi inconstancia, mi infidelidad… Nadie puede reconciliarme conmigo misma mas que Dios. ¡¡¡Nadie puede salvarme de mí misma mas que Dios!!!
No sé si esto es tener hambre de Dios, o de lo que sólo Él puede ofrecerme: pero tampoco sé si el hijo pródigo quiso volver al hogar por el Padre o por la tranquilidad que pensaba que tendría en su casa, ni si Adán echaba más de menos sus paseos con Dios al caer la tarde o el Paraíso mismo… En todo caso, sentir hambre ya es bueno; porque hasta que no se toca fondo, uno no se plantea volver. Es… como el principio de la conversión.
Desde que ando con este libro entre manos he empezado a sentirme mejor, porque sé que ha empezando ese principio del fin. Porque la propia palabra “Padre” ya me conmueve -¿será de tanto copiarla?-; y porque si sale algún ratito algo bueno de mí, sale cuando… cuando me pinto como esa pequeñaja Hadasita, que no es otra cosa que… ¡el hijo pródigo!
1 comentario:
Esta publicación me ha tocado especialmente.
Ya que tanto me está aportando todo lo que compartes a través de este blog, voy a compartir contigo algo que ha sido importante para mí, y entenderás por qué me acaricia el alma esta entrada.
El curso pasado (yo mido el año en cursos, que por algo soy una maestra enamorada de mi quehacer), fue para mí, uno de los más terribles de mi historia. Por no aburrirte con mis cuitas, te resumiré diciéndote que, ante uno de los problemas más difíciles que he tenido que abordar en mi vida, me fui a apoyar en las personas equivocadas (aunque yo estaba convencida de que estaban ahí para ayudarme por designio divino, es más, ellas también), y el resultado es que acabaron suponiendo un (grave) problema añadido, que complicó de mala manera el problema ya existente.
Esto me produjo una crisis de fe importante, y una de las cosas sobre las que más me cuestioné, fue sobre la manera en que Dios ejerce su paternidad. Yo tenía claro cómo debían de ser las cosas, cómo ha de ser un Padre con un Hijo... pero Dios no procedía como yo esperaba, y me decepcionaba. Me rebelé contra mi Padre como una adolescente, renegué mucho, y lloré amargamente cuando fui consciente de que había cuestionado la manera de Dios de hacer las cosas.
Corrí a hablar con mi sacerdote de confianza, quien me tranquilizó diciendo, que es bueno que se nos rompan los esquemas sobre cómo creemos que debe ser Dios, puesto que son un obstáculo entre Él y nosotros, y nos impiden ver cómo es realmente.
Y ahí estoy, ahora, volviendo a comenzar, y aprendiendo, como dices, a juntar la M con la A. Es a través de las dificultades donde Dios se nos manifiesta, así que sólo por poder encontrarme con Él, todo esto merecerá la pena.
Gracias por tus reflexiones, me acercan mucho a lo que estoy buscando. Leeré el libro que recomiendas en el post.
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