Siempre me han gustado las tormentas; sobre todo las tormentas por la noche, desde la camita. Sé que hay gente que se deprime los días de lluvia. A mí me pasa justo lo contrario: cuanto más llueve, más contenta estoy, y parece que hasta el trabajo me cunde más. Es como si llevara encima una dosis extra de cafeína. Aún no me ha dado por cantar bajo la lluvia, aunque… nunca se sabe. Soy rara, ya lo sé. Pero hay que reconocer que el agua no es mala; cuando falta durante un tiempo largo, viene a ser un poco como el hambre: ayuda a que los hombres miremos hacia arriba –si las tierras se secan, ¿qué nos alimentará?; porque no sólo de pan, pero… ¡también!-. Cuando llueve imagino a Dios regando su plantita, su Hadasita, para que crezca fuerte y sana…
Miles de veces he escuchado decir, hablando de la vida espiritual, que las tormentas son buenas. Entiendo tormenta aquí como “mogollonazo de cosa negra que te cae de repente, sin que tú puedas evitarlo; que sientes que te rodea por todas partes, y que de alguna manera asusta (¡esos rayos, esos truenos!) y paraliza (me quedo en casa)”. Ya sé que no es una definición muy ortodoxa…
Una tormenta se hace gota a gota: es como una acumulación de pequeñas situaciones que te empiezan a desbordar: a mi ordenador le ha entrado un virus, me he disgustado con mi mejor amiga, no dejo de estornudar y sonarme, llevo una semana durmiendo mal, el trabajo se me sale por las orejas, apenas llego a fin de mes, mis pecados hoy son los mismos que ayer y que la semana anterior, y cuando quiero dedicarle un ratito a Dios en la oración, o sólo me salen quejas, o directamente me duermo. Todas estas gotas juntas, para mí son una tormenta. Otras personas hablan de noche oscura o purificación pasiva del sentido. Una piensa: “un día malo lo tiene cualquiera”; y tira para adelante, echándole más o menos humor. Las tormentas, al igual que el hambre, pueden ser de Dios; pueden –deben- acercarnos más a Él; deberían hacernos más conscientes de que, por más que nos empeñemos, si el Señor no construye la casa…
OMNIA IN BONUM! ¡Todo es para bien! Dice una buena amiga mía, Teresa de Jesús, que Dios es el gran experto en sacar de los males bienes. Las tormentas deberían al menos hacernos crecer en confianza. Recuerdo aquella historia de tormenta en el mar: el barco a punto de naufragar, y un niño que ni se inmuta, que sigue tan tranquilo. Cuando le preguntan responde que no pasa nada, que está todo controlado, que su papá es el capitán. Si Dios está con nosotros, ¿qué mal –mal verdadero, mal malo malote del todo- nos puede pasar? Aunque duerma en un rincón de la barca, sabemos que con Él a bordo nada nos hará naufragar.
El problema viene cuando a un día de tormenta le sigue otro, y otro, y otro más. Y no deja de llover en una semana, en un mes, en un año… La tormenta se convierte así en diluvio, y en vez de fecundar la tierra arrasa con todo. Las tormentas pueden ser de Dios, pero los diluvios no.
Yo tengo un Padre, un Padre Fuerte y Bueno, que un buen día colgó su arco en el cielo, y que prometió que jamás permitirá que ningún diluvio acabe con la vida de sus hijos.
Miles de veces he escuchado decir, hablando de la vida espiritual, que las tormentas son buenas. Entiendo tormenta aquí como “mogollonazo de cosa negra que te cae de repente, sin que tú puedas evitarlo; que sientes que te rodea por todas partes, y que de alguna manera asusta (¡esos rayos, esos truenos!) y paraliza (me quedo en casa)”. Ya sé que no es una definición muy ortodoxa…
Una tormenta se hace gota a gota: es como una acumulación de pequeñas situaciones que te empiezan a desbordar: a mi ordenador le ha entrado un virus, me he disgustado con mi mejor amiga, no dejo de estornudar y sonarme, llevo una semana durmiendo mal, el trabajo se me sale por las orejas, apenas llego a fin de mes, mis pecados hoy son los mismos que ayer y que la semana anterior, y cuando quiero dedicarle un ratito a Dios en la oración, o sólo me salen quejas, o directamente me duermo. Todas estas gotas juntas, para mí son una tormenta. Otras personas hablan de noche oscura o purificación pasiva del sentido. Una piensa: “un día malo lo tiene cualquiera”; y tira para adelante, echándole más o menos humor. Las tormentas, al igual que el hambre, pueden ser de Dios; pueden –deben- acercarnos más a Él; deberían hacernos más conscientes de que, por más que nos empeñemos, si el Señor no construye la casa…
OMNIA IN BONUM! ¡Todo es para bien! Dice una buena amiga mía, Teresa de Jesús, que Dios es el gran experto en sacar de los males bienes. Las tormentas deberían al menos hacernos crecer en confianza. Recuerdo aquella historia de tormenta en el mar: el barco a punto de naufragar, y un niño que ni se inmuta, que sigue tan tranquilo. Cuando le preguntan responde que no pasa nada, que está todo controlado, que su papá es el capitán. Si Dios está con nosotros, ¿qué mal –mal verdadero, mal malo malote del todo- nos puede pasar? Aunque duerma en un rincón de la barca, sabemos que con Él a bordo nada nos hará naufragar.
El problema viene cuando a un día de tormenta le sigue otro, y otro, y otro más. Y no deja de llover en una semana, en un mes, en un año… La tormenta se convierte así en diluvio, y en vez de fecundar la tierra arrasa con todo. Las tormentas pueden ser de Dios, pero los diluvios no.
Yo tengo un Padre, un Padre Fuerte y Bueno, que un buen día colgó su arco en el cielo, y que prometió que jamás permitirá que ningún diluvio acabe con la vida de sus hijos.
1 comentario:
Me suelo asomar a la ventana y quedarme embelesada mirando al cielo descargar cuando llueve: a veces más pausado, a veces con furia...
Yo también pienso que las tormentas son necesarias, ya no sólo las que suponen un fenómeno meteorológico, sino también las personales a las que te refieres en el post, pues nos permiten drenar nuestra alma de todo cuanto nos abate, y dejar fluir todo lo bueno que hay dentro de nosotros y que a veces queda oculto tras todo aquello que gradualmente nos va cargando, como el sol tras los nubarrones negros que anuncian el diluvio. Pero eso no quiere decir que el sol deje de existir, sino que está esperando su momento para brillar con fuerza y que seamos capaces de disfrutarlo valorando la inmensa fortuna que supone poder disfrutar de su luz y su calor. Dice una hermana mía que el Señor es tan grande, que hizo el cansancio para que pudiéramos disfrutar del descanso... yo añado que hizo las tormentas para que fuésemos capaces de disfrutar del sol y del arcoiris cuando éstas acaban. Porque por muy larga que sea la tormenta, el sol siempre vuelve a brillar entre las nubes.
Precisamente publicaba en mi Facebook hace no mucho una cita de Haruki Mukarami sobre las tormentas, que viene al pelo ahora: "Y una vez que la tormenta termine, no recordarás cómo lo lograste, cómo sobreviviste. Ni siquiera estarás seguro de si la tormenta ha terminado realmente. Pero una cosa si es segura. Cuando salgas de esa tormenta, no serás la misma persona que entró en ella. De eso se trata esta tormenta".
Así pues, coincido contigo en que las tormentas son momentos de crecimiento personal y espacios de encuentro con Dios, Quien a través de esos momentos de debilidad y desasosiego, es donde se manifiesta plenamente en nuestras vidas, con la ternura y el inmenso Amor hacia nosotros que le caracteriza.
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