Rober se levantó de la cama. Y se dio cuenta que estaba muerto. Se imaginó su esquela en el periódico:
“Rico empresario de 51 años, director de Cosas Varias, fundador de la ONG del siglo, fallece de parada cardiaca. El corazón, de usarlo tan poco, se olvidó de latir. Su esposa y sus hijos apenas notan la pérdida”.
Rober se levantó de la cama, después de una noche sin sueños, para dejarse llevar por un día sin ilusiones, como hacía siempre. Con un único cambio. Ahora sabía que estaba muerto. Y ser consciente de algo así provoca cierto malestar en el estómago, difícil de describir.
Hasta ese momento se había estado conformando con aparentar estar vivo ante el mundo. Y socialmente había colado. No era una actuación complicada; bastaba con desenvolverse con soltura entre otros personajes: su esposa, dos hijos en edad escolar, los compañeros de trabajo, los que hacían de amigos… Y empieza la función: un ascenso, un viaje, los impuestos pagados, seguro médico privado, tarjetas de crédito, la suscripción anual al National Geographic… Hay que cuidar mucho los detalles; no sea que alguien se dé cuenta de la ficción, y descubra antes de tiempo que el protagonista estaba muerto.
Rober salió de la cama a escena. Pero aquella mañana el cuerpo le pedía mucho, muchísimo más. Se miró en el espejo del cuarto de baño. Y se vio blanco, casi transparente. Y así, como quien decide cortarse el pelo, aquella mañana decidió vivir.
Decidió que ya no quería tener hijos: quería disfrutarlos, estar con ellos, enseñarles cosas, morirse a carcajadas con sus ocurrencias, alucinar con el brillo de sus ojos cuando se ilusionaban con algo, sorprenderles, abrazarles, quererles.
Ya no quería tener esposa: quería casarse con ella cada noche. Quería llevarle flores, y bombones, y todos esos tópicos típicos que sabía que le seguían gustando como el primer día. Quería dejar de dar las cosas por supuestas: y mirar lo guapa que era, y decírselo; y mirar lo buena que era, y decírselo.
No, ya no quería tener amigos: quería compartir cosas con ellos. Pasar de la política y la economía, y quitarse la corbata, y jugar de nuevo al fútbol, en el césped, pingándose de tierra, hierba y risas. O ir juntos al cine; o pedir una pizza y recordar viejas historias de la universidad… ¡o lo que fuera!.
Rober quería vivir. Quería re-vivir, volver a las cosas de otra manera, con sangre en las venas, con calor, con color…Y decidir en qué quería emplear su tiempo libre. Que quizás lo mejor no fuese dormir y ver la tele, por más que lo consumiera con ansia la audiencia. Que a lo mejor, por una de esas ironías de la vida, va y resultaba que descansaba más haciendo cosas.
Y decidió que quería aprenderse el nombre de la farmacéutica de abajo, la que le llevaba atendiéndole los once años que vivía en el barrio que se escondía tras el escenario en el que había estado actuando. Y que quería probar a saludar amablemente a ese compañero de trabajo con el que coleccionaba incómodos silencios desde hacía siglos, aunque ya ni recordaba por qué: ¡a ver qué pasaba!.
Rober se levantó aquella mañana, limpió los cristales de la habitación, dejó entrar la luz del nuevo día, respiró, y murió.
La esquela fue más o menos así: “Rico empresario de 51 años, director de Cosas Varias, fundador de la ONG del siglo, decide quitarse la muerte en un suicidio de inautenticidad. El corazón, cansado de estar de adorno, se puso a latir. Su esposa e hijos celebran su resurrección”.
1 comentario:
sencillamente, me ha encantado
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