Hágase el silencio en mis voces interiores.
Hágase la luz en mis tinieblas.
Hágase el valor sobre mis miedos.
Hágase el encuentro auténtico y sincero.
Hágase limpieza en el cajón del recuerdo.
Hágase el nuevo día, con lluvia o con sol.
Hágase el matrimonio entre emoción y razón.
Hágase la paz donde haya turbación.
Hágase la esperanza sobre la espera.
Hágase la confianza del que es niño.
Hágase la pureza más fuerte que la experiencia.
Hágase el amor con el Amor como ejemplo.
Hágase el hoy, mañana de un mal ayer.
Hágase el perdón sobre el rencor.
Hágase la persona sobre el instinto.
Hágase la libertad guardando la dignidad.
Hágase la amistad, la familiaridad, la incondicionalidad.
Hágase el silencio que custodia la música.
Hágase la verdad sobre la opinión.
Hágase la Palabra sobre parloteos y gritos.
Hágase Dios, resucitado, vivo, presente.
Hágase en mí. Como en María.
Hágase hoy. Hágase aquí. Hágase ahora.
Hágase.
8 comentarios:
La historia empezó de una manera bastante extraña. Tanto que apenas me atrevo a contarla por temor a que alguno de Uds. Se escandalice como hicieron las buenas señoras de Irola cuando la cosa pasó hace cinco años.
- ¡Qué horror!
- ¡Qué horror!
- ¡Qué escándalo!
- ¡Adónde podríamos llegar!
- ¡Si lo ven mis padres...!
- ¡Está perdida, perdida esta juventud!
Todo esto dijeron. Todo esto... y muchas otras cosas que a uno le daría vergüenza repetir aquí.
Pero... Uds. No son las buenas señoras de Irola; y tal y como sucedió voy a contárselo.
Inés decidió irse monja. Estaba entusiasmada con dios, y nada, que se iba. Pero le fastidiaba horrores que la gente la llamara “pobre hija” y pensó que había que dejar un rastro de alegría en la ciudad y decir a todo el mundo que, al marcharse, no montaba en su casa un velatorio sino una boda de primera y con órgano. Y se le ocurrió nada menos que celebrar su
DESPEDIDA DE SOLTERA
Pensado y hecho: invitó a cenar a su panda de amigas con sus respectivos robertos y a los amigos de sus hermanos con sus correspondientes novias. Imaginaos: cuarenta y dos chicos jóvenes despidiendo a Inesita que se iba al convento. Cenaron, se rieron, hubo versos alusivos al convento y regalos a los padres de la “novia”. Y luego Mary Chon saltó al piano. Y -¡Oh, señoras de Irola, cristianísimas señoras de Irola, bondadosísimas señoras de Irola, pueden comenzar a escandalizarse!- al ritmo del piano nació el baile.
- ¡Que baile la nooovia!
- ¡Que baile la nooovia!
- ¡Que baile la nooovia!
Y la novia bailó... con su padre. Mamá Julia reía, mamá Julia lloraba, mamá Julia reía... el reloj avanzaba.
- A brindar, a brindar.
Un corcho al saltar hizo ¡pum! Como una carcajada, tintinearon las copas, la alegría era espumosa como el champán.
- Por la nueva novicia.
- Porque estemos siempre tan contentos como ahora.
Inesita sostenía levantada la copa. Le brillaban los ojos. En el reloj sonó una campanada , limpia como el cristal.
- Oooooh
La copa de Inesita había descendido y una risa nerviosa parecía invadirla para convertirse luego en una franca carcajada.
- ¡Las doce!
Todos miraron a Inés con extrañeza
- ¿Pasa algo?
Ella se reía aún
- Tengo que comulgar mañana
Y sonreía. Pero el embarazo duró sólo unos segundos. Añadió corriendo.
- Pero bebed, bebed vosotros. Yo brindaré mañana con mi Novio
- Duraba aún el desconcierto
- Bebed, no seáis tontos. ¡No me hagáis enfadar! A no ser que... queráis acompañarme en el brindis de mañana.
Aquella noche se apiparon de champán las criadas de todos los pisos, la portera, la hija de la portera, el novio de la hija de la portera, la familia del novio de la hija de la portera... Decían:
- ¿Has visto? Descorchan las botellas y luego no las beben. Vivir para ver. Vivir para ver. ¡Esta juventud!
LA SACRISTANA DEL CIELO
Bueno, Inés se convirtió en Sor Inés. Y Sor Inés acabó convirtiéndose en una loca completa de la Eucaristía. Precisamente había elegido aquella Orden porque giraba toda entorno al agrario. Y al hambriento, pan le den...
Ah, la hubieseis visto después de las misas qué brillo en los ojos, su oración en los turnos de vela ante la Custodia... Felicidad al ciento por ciento, alegría al mil por mil.
Pero... ¿en qué corazón no hay un deseíllo, mínimo, intrascendente, tonto quizá? Sí, Sor Inés alimentaba una pequeña esperanza que subiría su felicidad al 110 por ciento. Una esperanza que ni a sí misma se formulaba de tan boba que le parecía.
Y, como cualquier ilusión no satisfecha envenena el corazón de un hombre, Sor Inés comenzó a sentir que el no llegar el ciento diez de gozo era como si su ciento se le convirtiera en un noventa90, en un 80...
Era sólo una envidiejita. Y es que sus ojos se le iban detrás de todo cuanto hacía la madre sacristana: planchar purificadores, hacer las formas, limpiar os cálices... Sor Inés no se atrevía a confesarse a sí misma que esto llenaría el colmo de sus sueños y que sin ello algo le faltaría siempre en sus deseos de estar siempre ocupada en las cosas de su Novio.
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Y Dios, que no negó ni la trompa a los elefantes, tuvo que conceder a nuestra monja lo que tan ilusionadamente le suplicaba. Nada, que hubo cambios de cargos y la madre de la sacristía pasó a la despensa y Sor Inés se vio entronizada de sacristana.
Os parecerá tonto, pero el primer rato en que se encontró sola en la sacristía miró a su alrededor y saltó más que el día de su despedida de “•soltera”. Luego fue abriendo cajón por cajón y todo le pareció maravilloso. Al fin abrió la ventana que daba aire al cuarto y -¿me creéis que le pareció estar en la casita en que pasaba los veranos en le pueblo. El jardín era pequeñito como el suyo y un manzano abría sus ramas justo delante de la ventana. Pronto nacerían en él nuevos brotes y con la primavera se llenaría de pájaros y ella no los espantaría aunque se comieran toda la fruta -¡Ah no!- por oírles cantar.
Y una nueva etapa de gozo comenzó para Sor Inés. Hubieseis visto con qué ilusión hacía todas las cosas. Colocaba las formas en los copones con más ternura que deshoja una margarita el más enamorado de los enamorados. Limpiaba las patenas y los cálices hasta que podía verse reír en ellos (aunque alguna vez tuvo que acusarse de vanidad, claro, en aquella casa de la que habían huido los espejos). Y otro nuevo sueño comenzó a nacer dentro de ella: ser sacristana del cielo. Arriba haría falta sacristanas también, ¿no?. Pero esta vez Sor Inés no se intranquilizó. Sabía que el Buen Dios, que hasta concedió trompa a los elefantes, no iba anegarle a ella un capricho tan santo. Y así todo fue bien hasta que...
AQUEL SABADO
Sor Inés andaba deprisa. Los domingos eran gloria pura porque ese día la capillita de las monjas tenía huéspedes. Era la única Iglesia en aquella zona de las afuera s de la capital. Las monjitas habían buscado aquella soledad para su soledad y.. ahora les habían clocado justo enfrente un fabricón enorme de tejidos. Pero a alas monjas no les preocupó mucho la cosa y hasta terminó alegrándoles. Habían perdido silencio, pero sus oraciones habían ganado un objeto, tangible, próximo. Porque si desde la ventana de la sacristía se veía sólo un manzano, desde las del locutorio podían ver una panda de niños corriendo y hasta la puerta del bar en el que los obreros entraban a beber y a hablar mal de ellas. (Claro que esto las monjas no lo sabían y era mejor así porque quizá les hubiera entrado vanidad). Bien, estábamos en que Sor Inés tenía prisa aquel sábado porque le gustaba que las pocas personas que venían a misa se encontraran la capilla muy limpia y muy bonita. Y así fue como la sacristana se entretuvo más de lo justo, y cuando la campana llamó a cenar se dio cuenta de que no había preparado el copón para consagrar la mañana siguiente. Bueno, mientras las demás bajan al comedor tiene tiempo –un poco de prisa- de llenarlo. Coge el copón –un poco de prisa- y el cajoncillo tiene las formas ya hechas. Las va colocando –un poco a la buena, tampoco es necesario colocarlas con tantísimo mimo-. La coge a puñados del cajoncillo y caen- un poco revueltas, sí, pero tiene prisa- en el cajón –no, no es necesario colocarlas tan puestitas como otras veces- ¡vaya hombre! Ya se le cayó una. Bueno, una forma no tiene importancia. Ninguna. Le sobran. E agacha. No, manchada no va a ponerla. Deprisa. No va a llegar a la cena. Cierra el copón. Hecho. Ahora tiene que correr. Sí, llega. Gracias a Dios: llega. Jadeando un poco. Sonríe. Sor Inés sueña mucho. Dobla su felicidad en el sueño. Así casi todas las cosas las vive dos veces, las goza dos. Menos hoy que debe estar soñando algo raro porque se remueve nerviosa en la cama. Hasta suda.
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Yo os lo explicare: aquella noche a nuestra sacristana se le apareció una forma rota. Le dijo: “¡qué gracia me has hecho, ¿eh?! ¡Maravilloso! Yo toda la vida venga a esperar convertirme en el cuerpo de Dios, y ahora porque la nena tiene prisa... a la papelera. ¡Bonito!”. Podéis imagiraos cómo se despertó Sor Inés de sobresaltada. Pero si ella no recordaba apenas... sí, claro, una forma que se le había caído. ¿Y qué había hecho de ella? ¡Ni idea! Bueno, cuando ella dice que “a la papelera” será porque a la papelera fue!. ¿Y ahora qué hacer? Levantarse a esas horas no podía. ¡Menuda falta al reglamento! Mañana la buscaba, la encontraría seguro.
Pero a la mañana siguiente –todos lo habéis adivinado ya- la papelera estaba vacía.
- Sor Marta, ¿vio una forma al tirar la papelera?
- ¿Una forma? No, ni idea.
Y Sor Inés comenzó a tener miedo. Ahora la forma se le aparecería todas las noches y no la dejaría dormir. Además tenía toda, pero toda la razón. Total, si ella hubiera limpiado los bancos más deprisa no hubiera tenido que correr al preparar el copón. Si ella no hubiera corrido al preparar el copón. Si ella no hubiera corrido al preparar el copón...
Tendría que confesarse, sí.
DON JAIME
Era el capellán. Sesenta y pico años y ochenta y pico kilos. Simpático, optimista, un poco guasón, venía todas las mañanas en el antediluviano de los autobuses de la ciudad. Envueltos en una bufanda de niebla, dos docenas de obreros y un curita se dirigían a la fabrica y convento a ganar el pan suyo de cada día y a consagrar el Pan de Dios de cada mañana.
- Me acuso, padre, de que ayer tiré una forma a la papelera.
- ¿¡Consagrada!?
- ¡No!
- ¡Ah, bueno! ¿Y... entonces?
- Eso, que la tiré.
- ¿Y...?
- Pero, padre, ¿no comprende que la he privado de convertirse en el Cuerpo de Cristo?
- Hija mía, en el confesionario no se hace literatura, por favor. Cosas más serias, más serias.
- Es que...
- Anda, anda, vete en paz.
Y Sor Inés se fue. Pero sin paz. Y volvió:
- Pero, padre, comprenda que eso es señal de que no tengo la fe muy viva. Si creyese que esas formas iban a ser el Cuerpo de Cristo...
- Hijita, ¿no puedes ser buena sin armarte esos líos?
- Bien que cuides de hacerlo todo lo mejor que puedas, pero asustarte por una bobadica de esas es una solemnísima tontería.
- Entonces ¿Ud. No cree que tengo poca fe?
- No seas niña. Tú tienes tanta fe como fantasía, que ya es decir.
- ¿Y puedo comulgar tranquila?
- ¡Pues claro
- Esta vez Sor Inés se marchó más serena, y, contra todos los pronósticos, la forma no se obstinó en sus apariciones nocturnas. Y volvió la alegría la paz y el planchar los purificadores riendo.
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- UN PAJARO CANTO
Y con la primavera vinieron los pájaros. Y al manzano de enfrente se le llenó la cabeza de ruiseñores y a Sor Inés el corazón de ternura. Y también la vida de tentacioncillas. Porque a veces mientras planchaba se le iban las avemarías de la boca mientras su oído se tensaba hacia la ventana. Y el recuerdo de su casa de campo afloraba constantemente.
Aquel día no pudo evitarlo. Se sentía trasladada al pueblecillo de sus veraneos. Presentía que de un momento a ella llegaría a ella el sonido del piano en que Mary Chon hacía escalas. Y aquel ruiseñor maravilloso... Se acercó a la ventana como sonámbula. Sus manos se posaron en los barrotes. No veía el pájaro pero el trino llegaba entre las hojas con una limpieza que no mejoraría el más extraordinario violinista. Se sentía invadida por la alegría de aquel corazoncito con alas (había leído esta definición de los pájaros en no sé qué libro de poesías) Y recordaba la leyenda del monje que se estuvo tres siglos oyendo cantar a un ruiseñor y..
- Oh, Dios...
No, Sor Inés no había estado tres siglos ante la ventana, pero sí tres minutos. Los suficientes para que hasta sus narices llegase un curioso olorcillo y para que los corporales que había bajo la plancha ostentasen una mancha tan parda como el hábito de Sor Inés.
- No se ría, por favor, padre. Se lo seguro: si yo tuviera fe, eso no pasaría. Cuando quieres una cosa la mimas. Y yo me distraigo toda, Lo preparo con poca ilusión, yo...
- Hijita...
- Créame, padre, es serio: estoy perdiendo la fe.
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- ¿Cómo iba a olvidárseme unos corporales si yo hubiera pensado que sobre ellos iba a reposar el Cuerpo de Cristo al día siguiente?
- Pero...
- Padre: ¿se imagina a la Virgen poniendo espinas entre las pajas de la cuna por despiste? Si yo tuviera fe, padre...
- ¿Me dejas hablar ya? Mira, hija: yo no es que apruebe tu distracción. No, no está bien. Pero de ahí a armarte esta tragedia. . En penitencia esta semana planchas de rodillas los corporales
- Pero...
- Anda, di ahora el Señor mío Jesucristo.
Aquella noche en el examen, el terror de sor Inés creció: cuanto más urgaba, mas cosas horribles descubría. Al principio cambiaba todos los días el agua de los floreros, y ahora lo hacía cada dos y alguna vez lo dejó hasta tres. ¿Y lo de los roquetes de los monaguillos? Si, era sólo por comodidad por lo que había dejado de tablear la espalda. Y una vez se había dormido haciendo la vela en el turno de medianoche. Pensaba: “No, la Virgen no se hubiera dormido en el Calvario. Si yo hubiera creído –pero de veras, de veras- que Dios estaba en el Sagrario, no hubiera tenido ni tentaciones de sueño”
La superiora decía:
- Pero, hija mía, hija mía, todo eso son escrúpulos
- Madre, Y el otro día me entro la risa en la Iglesia porque Sor Paula dijo ajos en vez de ojos cantando. Y...
- Sí, sí, sí... Imperfecciones que debe vencer. Pero no es para que se angustie y venga diciendo que ha perdido la fe o bobadas.
- Pero Vuestra Reverencia no comprende que...
- Lo que Ud. Tiene que hacer es distraerse, pensar en otras cosas, trabajar con ilusión. Por cierto que... ahora tendrá buena tarea: dentro de 15 días es la fiesta de nuestra Sta. Madre y vendrá el Sr. Obispo a dar la bendición.
BARRIDO DE CABEZA
- Y la superiora acertó. El jaleo de todos aquellos días fue para Sor Inés un verdadero barrido de cerebro. Ardían de brillo los candelabros, resplandecían los manteles, el suelo era un espejo, Sor Inés volvía a sentirse a sus anchas corriendo de un sitio para otro.
Y llegó el día. Y el órgano estalló en armonías. Y las voces de las monjitas estuvieron más conjuntadas que nunca. Y habían venido hasta los obreros que peor hablaban de las monjas en el bar de enfrente.
Sor Inés estaba viviendo un sueño dorado. En el centro del altar la custodia, que ella había preparado con veneración el día anterior, brillaba ahora repleta de Dios. Y Sor Inés sonreía feliz al ver a todos contagiados por la alegría y la limpieza de la capilla.
El Obispo entonó la oración que precede a la bendición. Don Jaime bajo la custodia y la puso en medio de la mesa del altar. Y...
El obispo miraba nervioso a los monaguillos. Los monaguillos miraban nerviosos para la sacristía.
-El paño de hombros- dijo muy bajito el obispo.
El paño de hombros- dijo un poco más alto el capellán
¿El paño de hombros?- dijo asustado Manolete, el monaguillo mayor- No le han puesto.
El capellán tosió. La superiora tosió. La maestra de novicias tosió. Los res monaguillos tosieron.
A la sexta tos volvió Sor Inés de su éxtasis.
- ¡Jesús! ¡El paño de hombros!
Y salió como un obús hacia la sacristía. Cajón. Paño.
-Toma.
Respiró la superiora. Sonaron las campanillas.
- Oh, Dios. Oh, Dios...
Sor Inés apenas se enteró de la bendición. Lloraba.
-Ha sido horrible, Madre. Primero el olvidarme. Luego distraje a todos. Por culpa mía todos estuvieron distraídos en la bendición. Además... además...
No se atrevía. La superiora la animo con un gesto.
- l ir por el paño ¡pase ante el Expuesto sin hacer genuflexión!
- La superiora no sabía si reñirla o reírse. Dijo:
- Me había asustado, hija.
- Madre, ¡tengo que irme!
- ¿Dónde?
- Irme. Del convento.
- ¿Del convento?
- Claro Madre.
- ¿No comprende que estoy desedificando a todas, que una monja que no cree en la Eucaristía...?
Se le cortaba la voz al hablar.
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- Pero Ud. Cree hija mía.
- No, madre, no ¿no ve que no? Otras veces he creído que sólo eran escrúpulos, pero ahora está claro. Es demasiado. Me voy, tengo que irme.
- Pero una decisión como esta no puede tomarse tan precipitadamente. Prométame pensarlo al menos unos días.
- Será sólo torturarme, madre.
- Ande, obedezca. Está aún bajo mis órdenes. Sea buena religiosa aunque sea el último minuto. Tenga calma unos días. Y si piensa lo mismo... yo no la retendré.
SOR INÉS SE VA
Y los días pasaban y la angustia crecía. Sor Inés ya no sabía rezar, se le hacían interminables las horas de vela, le parecía larguísima la misa, temblaba antes de comulgar.
¿Y la sacristía? Se había convertido para ella en el mayor de los martirios. vivía bajo el miedo de hacer las cosas mal. Y... Limpiando un cáliz, tanto pensó que podía caérsele que las manos se paralizaron y el cáliz rodó por los baldosines de la sacristía.
Y ahora el terror se hizo dueño del alma de Sor Inés. Apenas se atrevió a recogerlo y depositarlo temblorosa en el cajón del armario.
Tocó la campana a retirarse y Sor Inés entró en su cuarto sabiendo que era la última vez que lo pisaba. Miró las paredes desnudas y se despidió de ellas. Se iría a la mañana siguiente inmediatamente después de la Misa. Y ahora sentía que el mundo se la venía abajo.
El silbido de los trenes nocturnos se oía desde el convento. Y Sor Inés oyó pasar el exprés de Galicia a las doce veinticinco, el Asturias a la una quince, el rápido de Santander a las dos menos cinco. Se removía nerviosa en la cama. Intentaba imaginarse su vida en adelante y se veía vivir sin ilusión alguna, esperando como un fantasma a la muerte. Pero todo antes de seguir en esta angustia. En algunos momentos volvía a ella la esperanza de que aún pudiera dar Dios una respuesta. Pero ¿cómo iba a hablar Dios a un ser tan mediocre como ella?
Y sintió la necesidad de despedirse del Sagrario. Tenía que llorar ante Él la historia de su fracaso.
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Se levantó temblando. Era la primera vez que, conscientemente, faltaba al reglamento. El corazón bailaba en su pecho al avanzar por los pasillos oscuros. La casa dormía en el silencio más completo pues aquel día no había nocturna. A la puerta de la capilla se detuvo a respirar porque sentía la faltaba el aliento. Recordaba su alegría al cruzar por primera vez aquella puerta.
La abrió. El temblor de la lamparilla rasgaba oscilando la oscuridad. Fue como si un instinto se lo hubiese advertido. ¿No estaba abierta la puertecilla del Sagrario?
Dio la luz. Y ahora si que el terror la recorrió como un relámpago. La puerta del tabernáculo estaba rota y caída sobre la mesa del altar. Un blanco reguero de formas sembraba el suelo hacia la sacristía. Corrió hacia ella. Los barrotes de la ventana habían sido arrancados y las formas marcaban un sendero hacia el patio.
Y Sor Inés se precipitó como una loca a la campana, la volteó llorando, gritando, llorando, hasta caer al suelo extenuada, rota la respiración por el pánico
EL PATIO NEVADO
Sor Inés abrió los ojos rodeada por toda la comunidad.
- Hermana, hermana, ¿qué le pasa?
Las lágrimas rodaban hasta la boca
- Han profanado el Sagrario
Treinta hábitos de monja corrieron. Se detuvieron a la puerta de la capilla sin atreverse a entrar. Otras corrieron hacia el patio: en el medio el copón machacado y un montoncito de formas esparcido en torno a él
Y un corro de hábitos pardos y velos blancos rodeó reverente aquella dolorosa Exposición del Santísimo. Nunca se vio el patio regado de lágrimas.
El tren de Irún silbó a las dos y veinticinco.
La Madre superiora temblaba junto al teléfono.
- ¿Palacio episcopal?
Contó lo sucedido
-... y el capellán no vendrá hasta mañana. Hace viento y tenemos miedo no vayan a volarse.
- Pero recójanlas Uds. Cualquiera de Uds. Las del patio, claro. Dentro de media hora estaremos nosotros ahí para recoger las del interior.
- La Superiora temblaba.
- -¿Nosotras?
- Sí, cualquiera, la sacristana misma.
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Tenían casi sostenerla llevándola hacia el patio. Pero de pronto Sor Inés sintió que una fuerza interior la invadía, que un torrente de gozo la llenaba. ¡Era la respuesta esperada! Allí estaba ella, pobre niña temblorosa, llena de un montón de imperfecciones, de rodillas, cogiendo con sus dedos –una, dos, tres, cuatro, cinco... - el Cuerpo de aquel Dios del que estaba enamorada- seis, siete, ocho, nueve... -, tocándole con toda su ternura femenina –diez, once, doce...- y llorando, derramando sus lágrimas, serenas ya y suaves: trece, catorce, quince...
¿TENÍA RAZÓN SOR INES?
Los cuentos son siempre así: acaban siempre bien. Luego hay que estropearles un poquito comentándoles.
Pero... ¡qué exagera Sor Inés ¿no os parece?! ¡Mira que pensar que había perdido la fe por esas bobaduchas! Vamos, eh, qué tontina!
O.. ¿tendría su pizca de razón nuestra monjita? ¿no será verdad que hay que dudar de una fe que no se traduzca en obras? Sor Inés exageraba, pero ... ¿no exageraremos más nosotros?
Ud. Cree en Dios Padre Todopoderoso. Pero no habla con Dios como con un Padre, no le ama como a un padre. ¡Huuy esa fe!
Ud. cree que dios es nuestro padre, pero no siente hermanos a cuantos le rodean, no se angustia (sí: a-n-g-u-s-t-i-a) por el sufrimiento de los del piso de encima o la casa de más allá. ¡Huuuy esa fe!
Ud. cree que Cristo murió para salvarnos y la Semana Santa es para Ud. la ocasión de usar ese vestido negro tan precioso que tiene. ¡Huuy esa fe!
Cree también que cada pecado repite la crucifixión de Cristo y no tiene el corazón sangrando de pensar que esa historia es la de todos los minutos del día ¡Ay, esa fe, ay!
Cree que Él está en la Eucaristía y no sólo pasa sin hacer la genuflexión ante el Sagrario sino que está en la misa como podría estar en una conferencia sobre endocrinología. ¡Ay, señor mío, cómo anda esa fe! Ud. cree...
Amigo mío: Ud. cree que cree muchas cosas. Pero la verdad es que también aquí obras son amores y no buenas razones, y que una fe que no obra es una fe muerta, así en la tierra como en el cielo.
Y ahora en voz muy baja me deja que le haga mi ultima pregunta: ¿tiene Ud. fe amigo mío, pero fe viva?
¡Ay, Sor Inés, Sor Inés, qué exagerada eras!
¡Ay, señor, señor, que tranquilazos somos!
Nota: Creo que este escrito es de J.L. Martin Descalzo
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