Hubo una vez un niño que se empeñó en crecer. Se llamaba Peter Pan... perdón: Panterpe. Lo había visto por la tele: que los mayores trabajaban mucho, y así ganaban candidad de dinero con el que compraban casas, móviles, consolas, ropa, amigos, amores, fiestas, y toda clase de lujos y excesos.
Así que una mañana de invierno, Panterpe guardó sus leggins color lechuga, se puso un traje chaqueta con corbata y todo, y salió de su casa buscando hacer negocio. Atrás dejó su Buzz Lightyear de peluche, y su guitarra de tuno, y su poster de Los Beatles, los niños perdidos, y los abrazos del padre... No recuerdo cómo se llamaba su pueblo: sólo sé que era un lugar donde Panterpe juraba mil veces que no volvería "nunca jamás, nunca jamás"...
Y llegó a la gran ciudad, donde nadie era nadie para nadie. Y alquiló un piso en el centro. Se compró un coche, y un portátil, y un iphone de última generación (todo con el dinero que papá le había dado, con los ojos inundados de lágrimas, el día que marchó).
Se apuntó al paro. Y allí se quedó un mes, tres, nueve, doce... Y la pasta empezó a faltar, y con ella los amigos, los amores, los lujos... Las deudas crecieron y los negocios sucios con ellas. A cuánta gente engañó, estafó, robó, defraudó, ni lo sé ni me importa. Porque no me pertenece a mí juzgarle, que yo también fui pródiga. Sólo diré que menos mal que el Padre de Panterpe es el mío, que lo conozco muy bien, que tiene antecedentes claros y reincidentes de misericordioso (Lc 15, 1-32).
Aquella vez ni se esperó a que su niño decidiera volver a casa. Que ya se sabe cómo acaban estas "aventuras a lo adulto". Con las ojeras hasta el suelo de tanto desvelo, con el estómago en un puño y la sonrisa torcida y las manos heladas, se levantó, salió de la casa, y saltando por encima de libertades y respetos y prudencias de todo tipo, se fue a su encuentro. Con cualquier excusa: una lectura, una canción, un recuerdo, una conversación, un silencio, un tiempo oportuno, una oración... Y entre los brazos del Padre bueno el corazón del hijo descansó, sin más anhelo que no perder de nuevo tanto bien...
"Me desataste el sayal y me has vestido de fiesta; y te cantará mi alma sin callarse" (Salmo 29).
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