Hemos decidido que queremos un hijo ciego.
Eso es: no queremos que vea.
Ni cosas bonitas, ni cosas feas. Nada.
No es bueno que un niño vea.
A nosotros nos educaron en la luz,
y hemos tenido que ver cosas terribles…
Hemos visto arrugas en la frente del abuelo.
Hemos visto muerte, enfermedad, violencia.
Hemos visto gente pidiendo en la calle.
Nos hemos enamorado de una sonrisa.
Nos ha tentado la belleza.
Y ese conocimiento, ese amor, esa compasión, nos han hecho sufrir mucho. Sufrimiento inútil. Al final, la vida nos ha enseñado a ocuparnos de nosotros mismos, que es lo único importante.
No es bueno que un niño vea. Mejor esperar a que sea mayor, y que él mismo decida si quiere o no abrir sus ojos.
¿Cuánto mal habré hecho yo por poder ver?
Si no hubiese visto la injusticia, mi silencio no me habría hecho su cómplice. Si no hubiese visto el dolor, mi pasotismo no me habría secado el corazón. Si no hubiese visto la hermosura, mi hedonismo no me habría esclavizado. Si no hubiese visto la paz en el rostro del que sueña, ¡cuánta envidia no habría sentido!
No, definitivamente no queremos que nuestro hijo vea.
Que nadie le hable del sol, ni de la luz, de las estrellas, del rojo del rubor del amor, de la transparencia de las lágrimas, de los colores de la piel, de las miradas que hablan.
Queremos que se lo pierda.
Lo encerraremos en casa. Entre nuestras cuatro paredes y nuestra oscura visión de todo. Porque así será más libre. Y más feliz. Ya lo dice el refrán: “Ojos que no ven…”.
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