Pablo quiere ver a Dios.
Quiere. Pero no puede. Algo falla.
Dicen que Dios está dentro de cada uno, que habita en el corazón del hombre. Pablo se mira en el espejo y sólo ve la imagen que ha creado de sí mismo: un tipo joven, deportista, divertido, listo, guapo… y mentiroso, seductor, aprovechado, manipulador…
Pablo quiere ver a Dios y no puede. Dicen que Dios está en el prójimo. Pablo sale a buscarlo, y de camino se pierde en el prójimo. Se pierde entre las faldas de Marta, en el escote de Ana, en la boca de María… Sale buscando amor. Y regresa satisfecho de sucedáneos.
Pablo quiere ver a Dios, pero algo falla. Dicen que Dios está en la Iglesia. Y a la iglesia va, cada semana: y es catequista, y canta en el coro, y hasta es colega del cura. Porque de verdad que Pablo quiere ver a Dios. Pero no puede. Y se va a cenar con los amigos, y les cuenta con detalle lo de Marta, y lo de Ana, y lo de María… y se ríen a carcajadas. Y de postre, unas copas, y si se presta algo más denso. Recoge a su novia, que nada sabe de nada, y se la lleva en el coche a algún lugar apartado donde hacerle el favor que la deje contenta. De vuelta a casa va pensando a dónde va a mandar a su madre si le pregunta de dónde viene, que ya no es ningún niño. Se encierra en su cuarto y se tira en la cama. Envía un SMS indecente al móvil a Marta, y a Ana, y a María. Y mientras ve en la tele un debate rosa sobre la Iglesia se pregunta por qué la criticarán tanto, con lo fácil que es en realidad ser cristiano hoy en día: si eso del pecado ya no existe, que se lo dijo su colega el cura no sé cuándo. Y se duerme. Por supuesto sin ver a Dios.
Porque Pablo quiere ver a Dios. Pero quiere y no quiere.
Y mientras enturbia su vida de impureza, Dios mismo en persona susurra en su alma la Verdad: “Los limpios de corazón verán a Dios” (Mt 5,8).
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