Y Nacho abrió los ojos.
Fue una cura inmediata.
Sí. Abrió los ojos y empezó a verlo todo.
Vio la tierra. Porque era tierra, no calle. Calles no vio ni una. Vio las chabolas, hechas de cartón y uralita, y tierra. Casas tampoco vio. Sólo aquellos paraguas de cartón y uralita sobre la sucia tierra.
“Si quieres agua, aquí el río y allá el mar. Y si no, traga saliva. Puede que algún día alguien se acuerde de esta selva”.
Sus ojos se recuperaban a una velocidad pasmosa.
Igual que su alma.
Cada vez podía ver más detalles.
Vio los árboles, generosos, cargados de frutos dulces: mangos, pitallas, piñas, cocos, y muchos otros de los que no sabía el nombre. Nunca antes había podido ver algo parecido. Tanto fruto en tanta nada. Tierra, sucia pero buena. Tierra que sirve a sus pobres.
“Si quieres comer, sírvete. No hay más de lo que ves. Tampoco menos. Tranquilo: hoy no morirás”.
Junto a los hombres, los chanchos, y las gallinas, y esos perros desnutridos que lamen las heridas de sus amos, tan desnudos como ellos, puros huesos.
Saliva y tierra (Jn 9, 1-25). Y los ojos de Nacho abiertos de par en par.
“Bienvenido a la familia. Aquí el papá, la mamá, el abuelo, la abuela, la hija mayor con el yerno y los 3 nietos, el hijo mayor con la nuera y 4 nietos, la hija mediana con el marido, recién casada, y los dos pequeños, que tampoco van a la escuela, aquí no hay de eso. Contigo ya estamos todos”. Y sonríen. Y es una sonrisa sincera.
A Nacho le lloran los ojos. De pura salud.
Su corazón palpita como nunca. ¡Se siente vivo como nunca!
Cuando leyó el anuncio no podía acabar de creerlo: “Se devuelve la vista a los ciegos; tratamiento intensivo mínimo de dos semanas, con auténticos profesionales del Tercer Mundo”.
Y ahí estaba ahora. Viendo.
Viendo a los hombres ser hombres, vestidos de decencia y dignidad. Sin nada detrás de lo que poder esconderse. Viendo a las familias ser familias, amplias, acogedoras. Sin cuatro paredes que pudieran protegerlas, ni tampoco aislarlas. Viviendo de la fe. La fe que promete que Dios no se olvida de sus hijos, que Dios camina con su Pueblo, que Dios habita entre nosotros. La fe que mueve montañas, tan grandes como el corazón de Nacho.
Algún día, en esa selva, habrá un buen pozo; él se encargará de ello. Mientras, Nacho aprovecha la vida jugando con aquellos niños, a ver quién lanza la piedra más lejos. El eco de las risas llega hasta el cielo. Y Nacho, conmovido, reza…
“Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz, porque mis ojos han visto a tu Salvador” (Lc 2, 29-30).
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