he estado pensando bastante en lo siguiente.
Hubo una vez un hombre llamado Abraham,
a quien Dios puso al frente de su pueblo.
Yahvé lo amó inmensamente, hizo con él una alianza,
y le prometió una descendencia
más grande que las estrellas del cielo.
A estas alturas de la historia, Abraham tenía 100 años,
y su mujer Sara 90.
Es cierto que Abraham tenía otro hijo, Ismael,
con Agar, la esclava egipcia de Sara.
Pero la promesa de Dios era
sobre la descendencia de un hijo del matrimonio.
Al buen hombre le dio la risa, y a su mujer también.
Pero al año Sara dio a luz a Isaac.
Y es que Dios cumple sus promesas.
Y todos fueron felices y comieron perd...
Bueno, no, todavía no.
Lo que ocurrió es que Dios quiso probar la fe de Abraham,
y le pidió que subiera al monte Moria y, allí,
le ofreciera a Isaac en sacrificio.
La cosa tiene pelendengues.
No era sólo el hecho de tener que dar muerte a su hijo,
a su primogénito,
al niño que milagrosamente se engendró entre dos ancianos.
Era además no entender cómo se podría cumplir, sin ese niño,
la promesa de una descendencia.
Dios pide. El hombre no entiende. Pero la fe obedece.
Y así Abraham se convierte en padre de los creyentes,
patriarca, roca firme de la fe de Israel.
Si alguien quiere leer la historia completa
que se pase por el Génesis: es una delicia.
Pasan los años. y encontramos en escena a otro hombre.
Esta vez un hombre joven. Carpintero. Un chico bueno,
enamorado hasta las trancas de la hija de Joaquín y Ana,
con la que estaba desposado.
María se llamaba la chica.
Una pareja preciosa,
descendientes de aquel Abraham del que hemos hablado antes.
Todo era promesa de amor y felicidad, cuando de repente...
nace Jesús.
Y Dios vuelve a pedir.
Y su petición suena tan extraña
como aquella del sacrificio de Isaac.
Dios pide a José que acoja a María.
Y que cuide de aquel Niño como de un hijo propio.
Iba a comenzar una historia de dificultades,
y persecuciones, de exilio, de incomprensiones.
Pero José, muerto de asombro,
acunó al Dios del Cielo entre sus brazos.
Las cosas que Dios pide muchas veces nos sorprenden.
Se salen de lo que teníamos planeado,
de nuestros propios planes vitales.
Otras veces, simplemente, nos dejan sin palabras.
Pero dos hombres de fe, Abrabam y José, nos enseñan a creer.
A confiar en que es el plan de Dios el que más mola de todos,
y con diferencia.
No hay que asustarse.
La mayoría de veces no nos pide nada extraordinario.
Igual es algo sencillito. Como quizás hacer silencio un par de minutos,
olvidar la cena, los regalos, las prisas, el ajetreo de la Nochebuena
y recordar por qué esta noche es tan importante.
Y darle gracias.
Y adorar...