El profeta abre el balcón, se asoma a la calle y grita con todas sus fuerzas: "¡¡¡Preparad el camino al Señor!!!" (Lc 3,4). Y por más altos que pongamos los villancicos, siempre habrá alguien que escuche, como en un sueño, su eco. Alguien que mire hacia arriba, buscando de dónde viene esa voz. Es un ejercicio peligroso: si buscas puedes encontrar cosas. Cuentan por ahí las abuelas que unos Magos, de tanto mirar, dieron con una estrella, y tuvieron que emprender un viaje inesperado que les cambió la vida para siempre.
Yo me asomo a mi ventana y veo... la ventana del edificio de enfrente. Detrás de ese edificio sé que hay otro, y detrás otro, y otro más... lo que no sé es hasta cuántos. Pero sí sé que en algún momento las luces cesan, los ruidos también, la gente desaparece, y los edificios, y queda la montaña. Una austera, alta y poco prometedora montaña que no me deja ver lo que hay detrás. Y que, con el frío y la noche, no me apetece nada subir.
Sé que esa montaña existe. Aunque no tenga nombre propio. Aunque no aparezca en los mapas. Es mía, en exclusividad. Tengo experiencia bien concreta de ella. El eco del profeta muere a sus pies. Miro hacia arriba y no veo más que metros de tierra, mi tierra. Debe haber treinta y tantos, al menos uno por cada año vivido hasta aquí. Y están compuestos por un sinfín de "me acuerdo de", "cómo me duele que", "yo ya no merezco que", "no puedo olvidar que", "siento que a mí no", "y por qué a mí", "es que yo sola no", "a estas alturas ya no", "la realidad es la que es"... y por un "que sea lo que Dios quiera" que suena más a rendición que a abandono confiado.
Mi Dios quiere vivir mi vida conmigo. Y una enorme montaña de sentimientos oscuros almacenados adviento tras adviento se ha levantado en medio, demasiado indiscreta como para ignorarla más. Abro los ojos, y desde algún balcón no muy lejano el profeta grita: "Que se abajen los montes... Y todos verán la salvación de Dios" (Lc 3, 5-6). ¿Cuántas veces detrás de la montaña está la aurora?...
"Si tuvieras fe como un granito de mostaza le dirías a esa montaña: quítate de aquí... Y lo haría" (Mt 17,20). Y sería Navidad.
1 comentario:
siglo XIII... Italia... un loco... Francisco...
enamorado, celebraba en Greccio la memoria del niño que nació en Belén y contemplaba de alguna manera con sus ojos lo que sufrió en su invalidez... aquella navidad fue luminosa, especial... fue posible en una edad oscura, en una tierra de guerras continuas...
hoy, los montes apeninos recorren aquella geografia ahora llena de túneles y antes de oscuras catacumbas... pero alli se cantó al hermano sol y a la hermana luna, a la tierra y al fuego (que es fuerte, hermoso, alegre)... alli paso lo que a juan de la cruz en la carcel de toledo: el amado impregnó todo de fragancias y hermosura... es lo que tiene el encuentro con Dios: todo lo transforma... las montañas se abajan, los arboles hendidos por el rayo (como aquel olmo viejo que decia el poeta) rebrotan llenos de vida, los viejos cantan a coro... es una gran alegría para todo el pueblo: nos nace un salvador...
detras de esas montañas que levantó la rutina, el tedio, la impaciencia, la desesperanza, está Dios siempre niño, siempre joven... con ganas de montar un belen en nuestra vida, queriendo que los reyes dejen sus palacios y su seguridad y que los pastores se hagan con el reino de los cielos...
yo quiero sentir y vibrar con aquella gente de Greccio... no quiero oir (como se oía la misa entonces, desde atrás, porque los nobles copaban los primeros puestos de las iglesias y solo llegaban rumores de lo que se oficiaba), quiero participar, estar en primera fila y vibrar... quiero también apartar todas las montañas negativas y de rollo materialista, quiero un nuevo amanecer y no la oscuridad que nos impide ver ese Sol que nos viene de lo alto...
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