Dice el Salmo 26:
“Espero gozar de la dicha del Señor en el país de la Vida”.
Y yo hoy hago
mías estas palabras del salmista.
Creo en la Vida,
con mayúsculas. La Vida eterna.
Una Vida de gozo
y dicha.
Y lo creo, en
gran medida,
porque así me lo enseñó mi madre Vicenta,
porque así me lo enseñó mi madre Vicenta,
a quien hoy
despedimos aquí, sabiendo
que ni es cierto
que nos deja, ni que no volveremos a verla.
Gracias, mamá,
por todo… ¡por todo!...
Pero por encima
de todo por habernos dado el regalo de la fe.
Por el Jesusito
de mi vida cuando era niña.
Por el “Hágase tu
voluntad” cuando marchó Papá.
Por cada Avemaría
de cada uno de tus rosarios diarios.
Por tu testimonio
y tu ejemplo de mujer de fe.
Hoy, todos
nosotros, venimos a acompañarte, mamá.
Ahora, que ya
gozas de la dicha del Señor en el país de la Vida.
¡Tantas veces
rezaste a mi oído, después de comulgar:
“en la hora de mi
muerte llámame, y mándame ir a Ti
Para que con tus
santos te alabe por los siglos de los siglos”!.
Tu oración ha
sido escuchada, mamá, igual que lo es la nuestra hoy.
Te queremos, y te
pedimos que nos sigas cuidando,
que nos ayudes
para que todos y cada uno de nosotros,
al final de este
camino, como tú,
lleguemos al Hogar de nuestro Padre Dios;
lleguemos al Hogar de nuestro Padre Dios;
a quien damos
gracias, con esta Eucaristía,
por haberte tenido entre nosotros todos estos años.
Con toda mi fe, y
con todo mi amor,
de parte de todos un beso mamá.*
de parte de todos un beso mamá.*
(*de la Misa de acción de gracias por la vida de mi mamá).
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